

“El jardín de las delicias”, del pintor flamenco Hieronymus Bosch (El Bosco), es la obra más observada del Museo del Prado y uno de los cuadros más enigmáticos del arte universal. Pero además de su extraordinario contenido simbólico, su llegada al museo está marcada por una historia digna de novela histórica.
El tríptico, pintado entre 1490 y 1500, se divide en tres paneles: el Paraíso con Adán y Eva, el Jardín de las delicias con escenas de placer terrenal, y el Infierno, con imágenes de castigo grotesco. La complejidad de sus símbolos ha fascinado a generaciones de artistas, historiadores y visitantes.
Originalmente propiedad de la familia Nassau en Bruselas, la pintura fue confiscada en 1568 por el poderoso duque de Alba como acto de venganza contra Guillermo de Orange, líder de la rebelión en los Países Bajos. Para localizar la obra, incluso se torturó al conserje que la custodiaba, Pieter Col.
Más tarde, la obra pasó a manos del hijo ilegítimo del duque y finalmente fue adquirida por el rey Felipe II, quien la trasladó al monasterio de El Escorial. Allí permaneció durante siglos, hasta que en 1933 fue incorporada a la colección del Museo del Prado.
Según un estudio de la Universidad Miguel Hernández de Murcia, los visitantes del museo dedican una media de 4 minutos frente al cuadro, más que cualquier otra obra de la colección. Esto genera frecuentes “congestiones” frente al tríptico, lo que da cuenta de su magnetismo.
El Prado ha declarado el 5 de abril como el “Día de Jheronimus van Aken” en honor al artista, y la RAE evalúa incluir el término “bosquiano” en su diccionario, al igual que ya existen “picassiano” o “velazqueño”.
Con su mezcla de lo real y lo imaginario, de lo místico y lo grotesco, “El jardín de las delicias” sigue siendo un espejo inquietante de los deseos, los pecados y los miedos humanos, y una joya irreemplazable del arte europeo.
Fuente: Infobae